Hola a tod@s:
Retomo la actividad en el blog,
para aprovechar la oportunidad que me brinda este espacio de haceros llegar, de
forma íntegra y una vez que lo he podido tener en mis manos, el pregón de
las Fiestas Patronales en honor a Santo Toribio de la mano del profesor Don
Antonio Piedra.
Un pregonero que, como era de
esperar, no dejó indiferente a nadie en el día en el que se daba el pistoletazo
de salida oficial de nuestras fiestas patronales.
Aprovecho el momento para agradecer
públicamente a Don Antonio haber aceptado el encargo, y como no, por habernos
hecho disfrutar de su maestría. Y no sólo en los minutos que ocupó su intervención.
Sin más, os dejo disfrutar con las
palabras que Don Antonio nos dirigió el 23 de septiembre de 2016 en la Casa de
Cultura:
"No dudé un solo instante, pero es que ni uno, en aceptar el encargo de Pregonero que me propuso hace tan sólo unos días el señor Alcalde de Mayorga, Alberto Magdaleno de la Viuda. Es más, le agradezco muy sinceramente esta invitación, porque desde hace muchos años –algunos de los aquí presentes lo recordarán pero otros, como nuestras maravillosas festeras Santo Toribio 2016 ni siquiera habían nacido– yo tengo una deuda personal muy importante con Mayorga. Y como sucedía en el película de Bienvenido míster Marshall, del inolvidable José Isbert, os debo a todos los mayorganos una explicación y ésta os la voy a dar hoy en la festividad de Santo Toribio con toda mi alma.
Sí señor. ¡Cuántas resonancias tienen para mí los apellidos de estas festeras: De la Viuda, Sixto, Quiñones, Garrido! Y ello porque a estos apellidos tendría que añadir, con absoluto rigor y justicia, el de todos y cada uno de los alumnos del Instituto Jorge Guillén de Villalón que, procedentes de Mayorga –y durante los 18 años que permanecí en este centro desarrollando mis tareas de profesor con distintas responsabilidades directivas desde 1969 a 1987– poblaron las aulas con una singularidad imborrable: eran orgullosamente de Mayorga, tenían a gala vivir su abolengo con una gran dignidad, lo mayorgano constituía para ellos, no una exclusividad que es algo reductor y sirve para poco, pero sí el alimento diario de sus gentilicios, todo lo traducían en mayorgano, y sobre todas las cosas, sobre todas ellas, tengo que agradecer y recordar su entusiasmo por el estudio, por la vida, por aprender, por competir en algo –ampliar conocimientos– que hoy ha dejado de ser un deporte olímpico. Aquel jolgorio de líneas de autocares de las ocho de la mañana hasta las ocho de tarde –esto quiere decir que prácticamente vivíamos en el Instituto–, de padres solícitos preguntando y exigiendo formación, y de profesores que llegaban como novedad de un afán más alto, tengo que reconocerlo aquí y ahora con gratitud. Parece un viaje a la prehistoria sí, pero me llena de nostalgia porque jamás he vuelto a vivir algo semejante. No sé ellas y ellos, pero en mí ha quedado ahí como uno de esos regalos caído del cielo porque la Providencia sabe en cada momento lo que verdaderamente necesitamos.
Fueron varios cientos de jóvenes mayorganos los que pasaron por allí. En sus rodillas descansaba el porvenir de sus vidas, de esta Tierra de Campos, y de los propios dioses sempiternos. De ahí salieron los mejores labradores, los mejores abogados, los mejores médicos, los mejores periodistas, jueces, investigadores, grandes profesionales en diversos aspectos. Y también personas normales donde la vida tenía un sentido porque parecía verdad y la vivían de prisa porque tenían prisa por llegar a una meta. Por eso hablé antes de un deporte olímpico que hoy escasamente se practica. No puedo recordar ahora, y ya me gustaría, todos sus apellidos –el tiempo por otra parte es “un deporte velocísimo”, queridos amigos–, pero si alguno de aquellos muchachos y muchachas –hoy tan mayores como sus padres entonces– me dijera su nombre en estos momentos yo podría seguir, casi con toda seguridad, repitiendo sus apellidos como la retahíla de antaño al pasar la lista en clase, en el comedor o en salón de actos. No sé por qué, recuerdo en estos momentos algunos de esos apellidos que han quedado en mi memoria como una especie de reducto del que no puedo prescindir ni ser expulsado tan fácilmente. Sí, una especie de musiquilla que, a su vez, se convierte en el eco de todos los otros apellidos que no recuerdo y que me gustaría rememorar, repito: Maniega, Cela, Magdaleno, Moro, Juárez, Camarero, Bueno, Redondo, Calderón, Paramio, Riol. Y qué sé yo cuántos más.
Hay que reconocer que corrían malos tiempos por aquellos años, pero ellos y ellas los hicieron fecundos. Aunque el dictador gozaba, relativamente, de una malísima pero excelente salud, lo cierto era que los españoles empezaban a vivir unos tiempos turbulentos de cambio que desembocarían en la célebre Transición. Pero en estos tiempos, incluso el término Transición, quedan ya tan lejanos como olvidados que parece que me refiero otra vez a prehistoria. Y ello a pesar de que en estos días –ayer mismo lo oí por última vez en televisión–sin saber muy bien de qué se trata –lo digo por lo inconcreto de las situaciones– se hable de una segunda Transición recordando a la primera. No soy político, y por tanto, estoy al margen de esta maniobra cosmética. Sí, cosmética y no otra cosa. En todo caso, se necesitaría aquella disposición de entonces llena de respeto, de tolerancia, de muchas cesiones por parte de unos y de otros, y de mucho sentido de la historia, para hacer algo tan elaborado como aquello, tan sensato, y casi tan perfecto, que ahora mismo no parece obra de españoles.
Pero no se preocupen que no va por aquí el sentido de este Pregón. Nosotros, profesores y alumnos –y de aquí mi nostalgia– vivíamos en el Instituto Jorge Guillén no de espaldas a todo esto que era el signo de los tiempos y de la pre democracia –llegaron a considerarnos un semillero de subversión porque Santa Lucía, a veces, ciega a la gente en vez de iluminarla–, sino respetuosamente al margen porque, como ocurre en la mística y en las relaciones amorosas, íbamos a lo nuestro y a lo que realmente importaba: cómo llenar el vacío de una enseñanza media que necesitaba cambiar Tierra de Campos de arriba abajo. Modestamente, contribuimos a hacer realidad ese cambio en un trayecto de muy pocos kilómetros y que, fundamental y humanamente, se hacía a diario entre Mayorga y Villalón.
Entonces yo era un veinteañero temerario y el primer problema que tenía ante las narices como director fue cómo llenar un edificio tan grande con personas que, a la vez, creyeran en un proyecto concebido como una misión educativa permanente. Lógicamente, esta fue la consecuencia de un esfuerzo común que, precisamente, me llegó a raudales desde Mayorga. Hasta el curso 1968-69 existía aquí en Mayorga un colegio-academia que regentaban con gran dignidad y eficacia dos mayorganas de pro: las hermanas Crespo, de Izagre, Isabel y Juliana. La una, cubría las asignaturas de letras, y la obra las de ciencias. Un buen día, a principios de agosto de 1969, me presenté en Mayorga para hablar con ellas en un terreno neutral que fue el Ayuntamiento. Yo vine a esa reunión lleno de temores y de esperanzas, porque de ellas dependía en gran parte, y no por mi cara bonita, que se comenzara el primer curso del Instituto con una nómina decente de alumnos y profesores. Se trataba de una misión casi imposible. Y digo imposible porque era demasiado duro pedirles por las buenas a dos buenas mujeres que cerraran su colegio. Yo sentía ese peso en el garganta e hice un rodeo dialéctico: les pedí su colaboración para abrir el Instituto como profesoras encargas de cátedra por su gran experiencia. Esto les pareció tan oportuno que la reunión acabó en éxito. Y fue así, y no de otra forma, cómo Mayorga llegó a contar numérica y cualitativamente tanto como Villalón en la vida que empezaba en el nuevo Instituto.
Durante años y años, fueron las hermanas Crespo –y tengo que decirlo aquí en Mayorga donde ellas ejercían su magisterio para que se reconozca de algún modo– un ejemplo de generosidad, de entrega y de amistad que llega a fraguar entre extraños como una rara perfección que liga a los hombres cual don. Nunca en los años de convivencia se interpuso la más mínima disonancia. Fueron dos profesionales como la copa de un pino: ejemplares, rigurosas, humanas, y con un sentido de la responsabilidad de los de antes que vivían el trabajo como decía Cicerón: como algo que “nos curte contra el dolor”. Tenían, además una gran virtud: que cuidaban de sus chicos, o sea de sus alumnos de Mayorga, con esa pasión discreta que se cuenta en el Quijote: “quiere que se sienta y no se diga”.
En esta tarea edificatoria y pedagógica hubo otra mayorgana providencial que fue María del Carmen Prieto Pelayo –Canchi–, esposa del veterinario Teófilo García, que todos recordarán aquí como un gran profesional. En esos inicios, Canchi era como la fuerza de una maternidad ambulante: ninguna cobardía y todo heroicidad por la causa. Para ella no había horas ni días ni segundos transitorios porque todo lo reducía a la esencialidad de las cosas eternas. En esta labor incluía a Teófilo como conductor de coches a tiempo completo y sin estipendio alguno. A cualquier hora del día saltaba con una orden inapelable: “Oye, Teófilo, que tenemos que ir a los Melgares. Oye, Teófilo, que ahora…”. Y el santo de Teófilo, sin decir ni pío, allá que nos conducía de cabeza. Ello era posible porque Canchi sentía la enseñanza como un credo, y porque estaba traspasada por la melancolía del tiempo: Dios o nada. Ahora que ya no está entre nosotros, puedo repetir aquí en su pueblo de verdad que fue Mayorga, lo que decía a menudo en clase a sus alumnos de francés recordando a Francisco Villon: “Éramos dos y un sólo corazón”.
María Teresa Nieto del Moral, fue otro puntal mayorgano en la consolidación de la enseñanza media en esta parte concreta de Tierra de Campos. Nunca tuvo responsabilidades directivas en el Instituto, cierto, pero estuvo siempre en esa parte sabia de la vida que es la constancia, la fidelidad, el deber de las clases a rajatabla, y sobre todo en el sentido del humor. A su lado nunca existieron las penas ni los roces normales entre compañeros de claustro ni los cotilleos del corazón. Bebía exclusivamente agua, y de eso doy fe, pero teníamos en el Instituto un bedel, llamado Claudiano que, como ex Guardia Civil, tenía una socarronería tumbativa que cambió el ritmo de la historia. Buscando compañerismos, un buen día abordó a María Teresa de esta manera curiosa: “Vd. que bebe, doña Teresa, ¿no podría echarme una mano?”. Lo cierto es que con agua o sin agua, sin esta mayorgana de adopción la convivencia en el Instituto y el rumbo de familia unida que proyectaba hubieran sido muy distintos. Otro tanto ocurrió con María Jesús de Hoyos, la Nena, cuya llegada, ya en la segunda etapa del Centro, causó un revuelo plenipotenciario: era atractiva, cariñosa, dulce, rubia, simpática y libre como una espuela del viento. Imagínense los desastres y la desestabilización del gallinero, ¿no es verdad Pepe Redondo?. Cierto, pero no menos cierto fue su magnífica y exquisita labor profesoral.
Pues bueno, queridos amigos, este pregonero tenía la necesidad imperiosa de contarles en mayorgano algunos de mis débitos con Mayorga. Acabo de hacerlo esquemáticamente y como en alfileres, pero dicho está por si a alguien le sirve de recordatorio o quisiera hacer algo contra el olvido, que es como la carcoma del tiempo y del ser.
El miércoles pasado, precisamente, en el acto de entrega de los Premios de Periodismo, que anualmente convoca la Diputación de Valladolid, el Presidente de la Institución, Jesús Julio Carnero aquí presente –institución considerada como la más transparente y dinámica de nuestras administraciones, lo que constituye un orgullo–, se hacía una pregunta clave al entregar a la mayorgana Marta Bermejo Maniega su merecido premio en torno a la tradición popular de las habaneras en plena Tierra de Campos: “¿Cuál será el origen auténtico” de esta adicción tan sana, artística y especial? Este pregonero, que ha vivido tan cerca la realidad mayorgana en su sentido más espiritual y auténtico hace tan sólo unos cuantos años, lo tiene más o menos claro. Desde hace siglos, en concreto desde 1579, cuando el mayorgano Toribio de Mogrovejo fue nombrado arzobispo de Lima, Mayorga está de pensamiento y de alma con un pie en España y otro en América. Esa nostalgia de mares y de vientos que van y vuelven forma parte esencial de su carácter y de su constitución ontológica. Es más, yo afirmaría que en este vaivén han moldeado su carácter tan especial y luchador.
Vamos a ver, mayorganas y mayorganos de origen –y perdonen que acuda a la deformación profesional que inevitablemente padezco–, empecemos por las palabras que son la esencia del pensamiento: ¿Qué significa la palabra Toribio que nunca hemos de confundir en español con el término “toribios” que, curiosamente, se aplica desde el siglo XVI para designar los zapatos de los vaqueros? Toribio es cosa muy distinta. Procede directamente del griego que significa hombre movido y ruidoso. O sea, lo que fue Santo Toribio de Mogrovejo, lo que fueron mis alumnos de los sesenta y setenta que parecían esparavanes en movimiento y campanarios vivientes, y la que es una sociedad dinámica como la mayorgana del siglo XXI. Todo lo demás se reduce a paralelismos ociosos. Ese movimiento ruidoso como dinamismo vital, que al fin de cuentas moldea la mentalidad e idiosincrasia de todo un pueblo, lo maman los mayorganos desde su más tierna lactancia, desde que por primera vez acuden al Vítor como un acto supremo de luminosidad que extrañamente –hay que vivirlo porque de lo contrario no se entiende– regenera sus propias entrañas, y desde que saben, siendo ya mayores, que su Patrono –independientemente de las creencias o de las increencias– es un santo de movimientos telúricos.
No hay que darle demasiadas vueltas a las preguntas que indagan sobre las identidades que imprimen carácter. Es una cuestión de pedagogía profunda que cala en lo constitutivo del ser de un modo natural en un pueblo de tradiciones arraigadas como el de Mayorga. Saber que Santo Toribio recibió de una vez, de una asentada quiero decir, todas las órdenes del sacerdocio y del episcopado, más que una ambición olímpica parece una historia en movimiento y sonoridad irrepetibles. Imaginar que allí por donde pasaba el mayorgano la ciencia, las humanidades, los derechos humanos y la libertad crecían como el trigo de Mayorga que vio crecer de niño, no es un milagro sino una cuestión de rotundidad ejemplar que construye el bienestar de un pueblo basándose en dos mitades indivisibles: la una en el hombre sea quien sea como templo de la creación, y la otra mitad en gobernarlo no como quien amansa o conduce una atajo de ovejas, sino como quien distingue la finura de las almas. Y finalmente, comprobar desde Mayorga que tu Patrono, nacido en el reducto de una villa nobilísima pero al fin de cuentas como una parte mínima de Tierra de Campos, universaliza saberes, ejemplariza conductas y constituye una referencia a seguir –no sólo es patrono de Mayorga sino de naciones enteras, e incluso del escultismo juvenil o movimiento Scout de nuestros días– conduce a un orgullo que difícilmente puede disimularse.
Es más, no hay porqué disimularlo ni siquiera en esta semana de fiestas patronales. La razón es bien clara, y se la sabía de memoria el propio Toribio de Mogrovejo, cuando recalcaba lo que decía Agustín de Hipona en La ciudad de Dios que “es tolerable que una vez al año se haga uno el loco”. Lo único que no se permitía Santo Toribio en las fiestas de entonces –no digo que lo prohibiera en Lima o en las ciudades que gobernaba– fueron las corridas de toros. Al parecer, cerraba las puertas y ventanas de su casa y rezaba por el pobre animal. Hoy, desde el Museo del Pan, junto a la casa del Santo y junto a la Iglesia donde fuera bautizado, se pueden ver los toros desde la barrera o no verlos porque la libertad no es un problema sino el límite de las cosas racionales. Este pregonero, que le gusta la jarana porque hay que alimentar el fuego sagrado del Vítor, concluye este pregón con el poema homenaje que Jorge Guillén tributó en 1979 a aquellos alumnos y profesores que en movimiento sonoro hicieron posible un sueño y un futuro:
"No dudé un solo instante, pero es que ni uno, en aceptar el encargo de Pregonero que me propuso hace tan sólo unos días el señor Alcalde de Mayorga, Alberto Magdaleno de la Viuda. Es más, le agradezco muy sinceramente esta invitación, porque desde hace muchos años –algunos de los aquí presentes lo recordarán pero otros, como nuestras maravillosas festeras Santo Toribio 2016 ni siquiera habían nacido– yo tengo una deuda personal muy importante con Mayorga. Y como sucedía en el película de Bienvenido míster Marshall, del inolvidable José Isbert, os debo a todos los mayorganos una explicación y ésta os la voy a dar hoy en la festividad de Santo Toribio con toda mi alma.
Sí señor. ¡Cuántas resonancias tienen para mí los apellidos de estas festeras: De la Viuda, Sixto, Quiñones, Garrido! Y ello porque a estos apellidos tendría que añadir, con absoluto rigor y justicia, el de todos y cada uno de los alumnos del Instituto Jorge Guillén de Villalón que, procedentes de Mayorga –y durante los 18 años que permanecí en este centro desarrollando mis tareas de profesor con distintas responsabilidades directivas desde 1969 a 1987– poblaron las aulas con una singularidad imborrable: eran orgullosamente de Mayorga, tenían a gala vivir su abolengo con una gran dignidad, lo mayorgano constituía para ellos, no una exclusividad que es algo reductor y sirve para poco, pero sí el alimento diario de sus gentilicios, todo lo traducían en mayorgano, y sobre todas las cosas, sobre todas ellas, tengo que agradecer y recordar su entusiasmo por el estudio, por la vida, por aprender, por competir en algo –ampliar conocimientos– que hoy ha dejado de ser un deporte olímpico. Aquel jolgorio de líneas de autocares de las ocho de la mañana hasta las ocho de tarde –esto quiere decir que prácticamente vivíamos en el Instituto–, de padres solícitos preguntando y exigiendo formación, y de profesores que llegaban como novedad de un afán más alto, tengo que reconocerlo aquí y ahora con gratitud. Parece un viaje a la prehistoria sí, pero me llena de nostalgia porque jamás he vuelto a vivir algo semejante. No sé ellas y ellos, pero en mí ha quedado ahí como uno de esos regalos caído del cielo porque la Providencia sabe en cada momento lo que verdaderamente necesitamos.
Fueron varios cientos de jóvenes mayorganos los que pasaron por allí. En sus rodillas descansaba el porvenir de sus vidas, de esta Tierra de Campos, y de los propios dioses sempiternos. De ahí salieron los mejores labradores, los mejores abogados, los mejores médicos, los mejores periodistas, jueces, investigadores, grandes profesionales en diversos aspectos. Y también personas normales donde la vida tenía un sentido porque parecía verdad y la vivían de prisa porque tenían prisa por llegar a una meta. Por eso hablé antes de un deporte olímpico que hoy escasamente se practica. No puedo recordar ahora, y ya me gustaría, todos sus apellidos –el tiempo por otra parte es “un deporte velocísimo”, queridos amigos–, pero si alguno de aquellos muchachos y muchachas –hoy tan mayores como sus padres entonces– me dijera su nombre en estos momentos yo podría seguir, casi con toda seguridad, repitiendo sus apellidos como la retahíla de antaño al pasar la lista en clase, en el comedor o en salón de actos. No sé por qué, recuerdo en estos momentos algunos de esos apellidos que han quedado en mi memoria como una especie de reducto del que no puedo prescindir ni ser expulsado tan fácilmente. Sí, una especie de musiquilla que, a su vez, se convierte en el eco de todos los otros apellidos que no recuerdo y que me gustaría rememorar, repito: Maniega, Cela, Magdaleno, Moro, Juárez, Camarero, Bueno, Redondo, Calderón, Paramio, Riol. Y qué sé yo cuántos más.
Hay que reconocer que corrían malos tiempos por aquellos años, pero ellos y ellas los hicieron fecundos. Aunque el dictador gozaba, relativamente, de una malísima pero excelente salud, lo cierto era que los españoles empezaban a vivir unos tiempos turbulentos de cambio que desembocarían en la célebre Transición. Pero en estos tiempos, incluso el término Transición, quedan ya tan lejanos como olvidados que parece que me refiero otra vez a prehistoria. Y ello a pesar de que en estos días –ayer mismo lo oí por última vez en televisión–sin saber muy bien de qué se trata –lo digo por lo inconcreto de las situaciones– se hable de una segunda Transición recordando a la primera. No soy político, y por tanto, estoy al margen de esta maniobra cosmética. Sí, cosmética y no otra cosa. En todo caso, se necesitaría aquella disposición de entonces llena de respeto, de tolerancia, de muchas cesiones por parte de unos y de otros, y de mucho sentido de la historia, para hacer algo tan elaborado como aquello, tan sensato, y casi tan perfecto, que ahora mismo no parece obra de españoles.
Pero no se preocupen que no va por aquí el sentido de este Pregón. Nosotros, profesores y alumnos –y de aquí mi nostalgia– vivíamos en el Instituto Jorge Guillén no de espaldas a todo esto que era el signo de los tiempos y de la pre democracia –llegaron a considerarnos un semillero de subversión porque Santa Lucía, a veces, ciega a la gente en vez de iluminarla–, sino respetuosamente al margen porque, como ocurre en la mística y en las relaciones amorosas, íbamos a lo nuestro y a lo que realmente importaba: cómo llenar el vacío de una enseñanza media que necesitaba cambiar Tierra de Campos de arriba abajo. Modestamente, contribuimos a hacer realidad ese cambio en un trayecto de muy pocos kilómetros y que, fundamental y humanamente, se hacía a diario entre Mayorga y Villalón.
Entonces yo era un veinteañero temerario y el primer problema que tenía ante las narices como director fue cómo llenar un edificio tan grande con personas que, a la vez, creyeran en un proyecto concebido como una misión educativa permanente. Lógicamente, esta fue la consecuencia de un esfuerzo común que, precisamente, me llegó a raudales desde Mayorga. Hasta el curso 1968-69 existía aquí en Mayorga un colegio-academia que regentaban con gran dignidad y eficacia dos mayorganas de pro: las hermanas Crespo, de Izagre, Isabel y Juliana. La una, cubría las asignaturas de letras, y la obra las de ciencias. Un buen día, a principios de agosto de 1969, me presenté en Mayorga para hablar con ellas en un terreno neutral que fue el Ayuntamiento. Yo vine a esa reunión lleno de temores y de esperanzas, porque de ellas dependía en gran parte, y no por mi cara bonita, que se comenzara el primer curso del Instituto con una nómina decente de alumnos y profesores. Se trataba de una misión casi imposible. Y digo imposible porque era demasiado duro pedirles por las buenas a dos buenas mujeres que cerraran su colegio. Yo sentía ese peso en el garganta e hice un rodeo dialéctico: les pedí su colaboración para abrir el Instituto como profesoras encargas de cátedra por su gran experiencia. Esto les pareció tan oportuno que la reunión acabó en éxito. Y fue así, y no de otra forma, cómo Mayorga llegó a contar numérica y cualitativamente tanto como Villalón en la vida que empezaba en el nuevo Instituto.
Durante años y años, fueron las hermanas Crespo –y tengo que decirlo aquí en Mayorga donde ellas ejercían su magisterio para que se reconozca de algún modo– un ejemplo de generosidad, de entrega y de amistad que llega a fraguar entre extraños como una rara perfección que liga a los hombres cual don. Nunca en los años de convivencia se interpuso la más mínima disonancia. Fueron dos profesionales como la copa de un pino: ejemplares, rigurosas, humanas, y con un sentido de la responsabilidad de los de antes que vivían el trabajo como decía Cicerón: como algo que “nos curte contra el dolor”. Tenían, además una gran virtud: que cuidaban de sus chicos, o sea de sus alumnos de Mayorga, con esa pasión discreta que se cuenta en el Quijote: “quiere que se sienta y no se diga”.
En esta tarea edificatoria y pedagógica hubo otra mayorgana providencial que fue María del Carmen Prieto Pelayo –Canchi–, esposa del veterinario Teófilo García, que todos recordarán aquí como un gran profesional. En esos inicios, Canchi era como la fuerza de una maternidad ambulante: ninguna cobardía y todo heroicidad por la causa. Para ella no había horas ni días ni segundos transitorios porque todo lo reducía a la esencialidad de las cosas eternas. En esta labor incluía a Teófilo como conductor de coches a tiempo completo y sin estipendio alguno. A cualquier hora del día saltaba con una orden inapelable: “Oye, Teófilo, que tenemos que ir a los Melgares. Oye, Teófilo, que ahora…”. Y el santo de Teófilo, sin decir ni pío, allá que nos conducía de cabeza. Ello era posible porque Canchi sentía la enseñanza como un credo, y porque estaba traspasada por la melancolía del tiempo: Dios o nada. Ahora que ya no está entre nosotros, puedo repetir aquí en su pueblo de verdad que fue Mayorga, lo que decía a menudo en clase a sus alumnos de francés recordando a Francisco Villon: “Éramos dos y un sólo corazón”.
María Teresa Nieto del Moral, fue otro puntal mayorgano en la consolidación de la enseñanza media en esta parte concreta de Tierra de Campos. Nunca tuvo responsabilidades directivas en el Instituto, cierto, pero estuvo siempre en esa parte sabia de la vida que es la constancia, la fidelidad, el deber de las clases a rajatabla, y sobre todo en el sentido del humor. A su lado nunca existieron las penas ni los roces normales entre compañeros de claustro ni los cotilleos del corazón. Bebía exclusivamente agua, y de eso doy fe, pero teníamos en el Instituto un bedel, llamado Claudiano que, como ex Guardia Civil, tenía una socarronería tumbativa que cambió el ritmo de la historia. Buscando compañerismos, un buen día abordó a María Teresa de esta manera curiosa: “Vd. que bebe, doña Teresa, ¿no podría echarme una mano?”. Lo cierto es que con agua o sin agua, sin esta mayorgana de adopción la convivencia en el Instituto y el rumbo de familia unida que proyectaba hubieran sido muy distintos. Otro tanto ocurrió con María Jesús de Hoyos, la Nena, cuya llegada, ya en la segunda etapa del Centro, causó un revuelo plenipotenciario: era atractiva, cariñosa, dulce, rubia, simpática y libre como una espuela del viento. Imagínense los desastres y la desestabilización del gallinero, ¿no es verdad Pepe Redondo?. Cierto, pero no menos cierto fue su magnífica y exquisita labor profesoral.
Pues bueno, queridos amigos, este pregonero tenía la necesidad imperiosa de contarles en mayorgano algunos de mis débitos con Mayorga. Acabo de hacerlo esquemáticamente y como en alfileres, pero dicho está por si a alguien le sirve de recordatorio o quisiera hacer algo contra el olvido, que es como la carcoma del tiempo y del ser.
El miércoles pasado, precisamente, en el acto de entrega de los Premios de Periodismo, que anualmente convoca la Diputación de Valladolid, el Presidente de la Institución, Jesús Julio Carnero aquí presente –institución considerada como la más transparente y dinámica de nuestras administraciones, lo que constituye un orgullo–, se hacía una pregunta clave al entregar a la mayorgana Marta Bermejo Maniega su merecido premio en torno a la tradición popular de las habaneras en plena Tierra de Campos: “¿Cuál será el origen auténtico” de esta adicción tan sana, artística y especial? Este pregonero, que ha vivido tan cerca la realidad mayorgana en su sentido más espiritual y auténtico hace tan sólo unos cuantos años, lo tiene más o menos claro. Desde hace siglos, en concreto desde 1579, cuando el mayorgano Toribio de Mogrovejo fue nombrado arzobispo de Lima, Mayorga está de pensamiento y de alma con un pie en España y otro en América. Esa nostalgia de mares y de vientos que van y vuelven forma parte esencial de su carácter y de su constitución ontológica. Es más, yo afirmaría que en este vaivén han moldeado su carácter tan especial y luchador.
Vamos a ver, mayorganas y mayorganos de origen –y perdonen que acuda a la deformación profesional que inevitablemente padezco–, empecemos por las palabras que son la esencia del pensamiento: ¿Qué significa la palabra Toribio que nunca hemos de confundir en español con el término “toribios” que, curiosamente, se aplica desde el siglo XVI para designar los zapatos de los vaqueros? Toribio es cosa muy distinta. Procede directamente del griego que significa hombre movido y ruidoso. O sea, lo que fue Santo Toribio de Mogrovejo, lo que fueron mis alumnos de los sesenta y setenta que parecían esparavanes en movimiento y campanarios vivientes, y la que es una sociedad dinámica como la mayorgana del siglo XXI. Todo lo demás se reduce a paralelismos ociosos. Ese movimiento ruidoso como dinamismo vital, que al fin de cuentas moldea la mentalidad e idiosincrasia de todo un pueblo, lo maman los mayorganos desde su más tierna lactancia, desde que por primera vez acuden al Vítor como un acto supremo de luminosidad que extrañamente –hay que vivirlo porque de lo contrario no se entiende– regenera sus propias entrañas, y desde que saben, siendo ya mayores, que su Patrono –independientemente de las creencias o de las increencias– es un santo de movimientos telúricos.
No hay que darle demasiadas vueltas a las preguntas que indagan sobre las identidades que imprimen carácter. Es una cuestión de pedagogía profunda que cala en lo constitutivo del ser de un modo natural en un pueblo de tradiciones arraigadas como el de Mayorga. Saber que Santo Toribio recibió de una vez, de una asentada quiero decir, todas las órdenes del sacerdocio y del episcopado, más que una ambición olímpica parece una historia en movimiento y sonoridad irrepetibles. Imaginar que allí por donde pasaba el mayorgano la ciencia, las humanidades, los derechos humanos y la libertad crecían como el trigo de Mayorga que vio crecer de niño, no es un milagro sino una cuestión de rotundidad ejemplar que construye el bienestar de un pueblo basándose en dos mitades indivisibles: la una en el hombre sea quien sea como templo de la creación, y la otra mitad en gobernarlo no como quien amansa o conduce una atajo de ovejas, sino como quien distingue la finura de las almas. Y finalmente, comprobar desde Mayorga que tu Patrono, nacido en el reducto de una villa nobilísima pero al fin de cuentas como una parte mínima de Tierra de Campos, universaliza saberes, ejemplariza conductas y constituye una referencia a seguir –no sólo es patrono de Mayorga sino de naciones enteras, e incluso del escultismo juvenil o movimiento Scout de nuestros días– conduce a un orgullo que difícilmente puede disimularse.
Es más, no hay porqué disimularlo ni siquiera en esta semana de fiestas patronales. La razón es bien clara, y se la sabía de memoria el propio Toribio de Mogrovejo, cuando recalcaba lo que decía Agustín de Hipona en La ciudad de Dios que “es tolerable que una vez al año se haga uno el loco”. Lo único que no se permitía Santo Toribio en las fiestas de entonces –no digo que lo prohibiera en Lima o en las ciudades que gobernaba– fueron las corridas de toros. Al parecer, cerraba las puertas y ventanas de su casa y rezaba por el pobre animal. Hoy, desde el Museo del Pan, junto a la casa del Santo y junto a la Iglesia donde fuera bautizado, se pueden ver los toros desde la barrera o no verlos porque la libertad no es un problema sino el límite de las cosas racionales. Este pregonero, que le gusta la jarana porque hay que alimentar el fuego sagrado del Vítor, concluye este pregón con el poema homenaje que Jorge Guillén tributó en 1979 a aquellos alumnos y profesores que en movimiento sonoro hicieron posible un sueño y un futuro:
Ante la estricta llanura
La mirada no se pierde.
Si no lo ve, crea el verde
Sembrando también cultura.
Algo que, por fin, perdura,
Alma a través de palabra,
Sus nuevos campos se labra.
Vibra un grupo fervoroso,
Incesante en un acoso:
Que hacia el porvenir se abra. "
Un abrazo de vuestro Alcalde.
Alberto Magdaleno de la Viuda.
Un abrazo de vuestro Alcalde.
Alberto Magdaleno de la Viuda.